Todos los periodistas y los medios llevamos un dimmer incorporado. No es un interruptor tajante de encendido o apagado, sino un regulador silencioso de autocensura para graduar la intensidad de la luz que proyectamos sobre los hechos.
Hablamos del mecanismo por el cual el periodista
o el medio callan, omiten o matizan para esquivar una amenaza. Es el sacrificio
de una parte de la verdad —sin necesidad de tergiversarla— con el único fin de
sobrevivir. Por mucho tiempo ese silencio lo dictaba la violencia directa. Hoy,
el regulador se activa por factores más invisibles, como el escarnio público,
las demandas con resarcimientos estratosféricos y las campañas de odio que
buscan asfixiar los hechos antes de que sean revelados.
La autocensura avanza hoy más rápido que la
censura directa. Así lo advierte la Unesco en su reciente estudio sobre
Tendencias Mundiales en Libertad de Expresión. Mientras esta libertad cayó un
10 por ciento en la última década, la autocensura en los medios aumentó un 63
por ciento. Es el riesgo más silencioso para la libertad de prensa porque no
necesita prohibiciones burdas; opera mediante la estigmatización y el
hostigamiento sistemático desde el poder.
En las Américas, esta práctica no distingue
ideologías. Desde las "mañaneras" del anterior presidente de México
hasta los espacios de descrédito en la Casa Blanca, el objetivo es la
carnicería reputacional. Llamar a los periodistas "sicarios de
tinta", "cerditas" o "enemigos del pueblo" no busca
debatir, sino deshumanizar para que el ataque posterior resulte aceptable. Es
una estrategia que recorre todas las ideologías, desde Trump a Milei o desde
Petro a Maduro.
En América Latina, la autocensura ha sumado la
represalia contra familiares de los periodistas. Gobiernos como los de Cuba,
Nicaragua o Venezuela han convertido el afecto en un arma de control. Cuando el
castigo se extiende por proximidad, el silencio pasa a ser una forma de
protección biológica, es cuando el cerebro activa sus circuitos de
supervivencia y el miedo desplaza al juicio crítico. Bajo presión, la prioridad
deja de ser la verdad y se pasa a bajar la intensidad de la luz sobre los
hechos.
Incluso las demandas por honor se han
transformado en herramientas de asfixia. Hoy, al ser económicamente
desproporcionadas —como la de Trump contra la BBC por 8.500 millones de
dólares—, ya no buscan restaurar reputaciones, sino generar docilidad. Aunque
el medio gane el juicio, la demanda cumple el objetivo de agotar o desviar
recursos y enviar una señal intimidatoria al resto del ecosistema.
Ante este aumento de la autocensura, los medios y
los periodistas tenemos la responsabilidad de encontrar formas creativas y
valientes para que este regulador no coarte nuestro deber de informar. Una
democracia puede sobrevivir a la censura cuando la reconoce y la enfrenta, pero
difícilmente sobreviva a la autocensura cuando la acepta como normalidad.
Cuando la habitación de la libertad de prensa
queda en penumbra, no es solo el periodismo el que pierde claridad; es la
sociedad entera la que empieza a caminar a oscuras.
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