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septiembre 24, 2025

La sátira como indicador de la salud democrática

Anoche volvió a la televisión el comediante Jimmy Kimmel de donde nunca tuvo que haber sido suspendido.

La tolerancia a la sátira es un indicador de la salud democrática de un país. Siempre argumenté que la sátira política debe ser considerado un género periodístico, porque su fuerza reside en que llega donde las denuncias, las críticas, las investigaciones o los editoriales no siempre alcanzan.

Desde el ateniense Aristófanes hasta los caricaturistas contemporáneos, la sátira ha servido como una herramienta de resistencia cívica, no solo para hacer reír, sino para incomodar, cuestionar y provocar reflexión. Al deformar o exagerar la realidad, la expone; al exagerar los defectos de los líderes, los desnuda; al ironizar sobre decisiones públicas, obliga a la ciudadanía a mirar más allá de la retórica oficial.

Debido a esas características, los poderes autoritarios suelen reaccionar en forma desproporcionada, como en el caso de Kimmel y de Stephen Colbert tras las reacciones de Trump, o como el caso del caricaturista ecuatoriano Bonil durante el gobierno de Correa, el de otros caricaturistas en la dictadura de Chávez u otros durante las dictaduras del Cono Sur, cuando la sátira era la única opción para burlar la censura.

También vale recordar que la sátira, aunque no esté limitada por las reglas del periodismo tradicional, tampoco está exenta de responsabilidad si sus efectos incitan a la violencia, al odio o la discriminación, de allí que cause tanto entusiasmo o decepción según la óptica desde donde se la mire.

Durante la primera presidencia de Trump, se debatió sobre los límites de la sátira y la libertad de expresión cuando la comediante Kathy Griffin apareció en una imagen con la cabeza del entonces presidente. Años antes, las imágenes de monos durante la presidencia de Barack Obama encendieron un debate que se apagó enseguida por falta de reacción del afectado. Pero el debate fue global cuando el semanario francés Charlie Hebdó publicó una caricatura de Mahoma que las personas de origen musulmán consideraron ofensiva y discriminatoria. Muchas veces lo que genera controversia no es la sátira en sí misma, sino el momento, inoportuno en el que Kimmel se expresó por el crimen de Charlie Kirk.

De todos modos, nada justifica la intolerancia, ni la violencia terrorista contra los ilustradores de Charlie Hebdó, ni la persecución legal contra Bonil, ni la amenaza de cerrar una televisora para silenciar a sus comediantes.

La sátira puede incomodar, pero esa es su esencia democrática. Lo intolerable es que esa incomodidad se transforme en censura, persecución o violencia. En democracia, el único límite legítimo a la sátira no lo marcan los gobernantes ni los ofendidos, sino la justicia. Y la justicia no debe ser usada como mordaza, sino como garantía de que la libertad de expresión conviva con la responsabilidad. La censura disfrazada de autoridad moral o de poder político no protege a la sociedad, sino que la degrada, la empobrece y la asfixia.

 

junio 02, 2018

Starbucks, Roseanne y los prejuicios implícitos


Todos tenemos algún tipo de prejuicio en razón de raza, género, nacionalidad o estatus. Es difícil no etiquetar a los demás. Vivimos y aprendemos en sociedades prejuiciosas. Completemos estas frases: Todos los musulmanes son… Las mujeres con minifaldas no pueden quejarse que… Todos los argentinos son… Todos los inmigrantes ilegales cometen… Los empresarios son…

Muchos estereotipos están incorporados al subconsciente, son implícitos como los define la psicología social. Afloran o los disparan ciertas experiencias. El intríngulis no radica tanto en tenerlos, sino en cómo dominarlos. Al exteriorizarlos se suele ofender y caer en actitudes racistas, discriminación y odio, generándose graves consecuencias.
A mediados de mayo se viralizó el video de un abogado que explotó en contra de dos empleados de un restaurante en Nueva York que hablaban en español. Amenazó con denunciarlos y hacerlos expulsar del país. Ni siquiera sabía si eran indocumentados o ciudadanos nacionalizados.

Estereotipos así no son nuevos. Eran más frecuentes en otras épocas con menos apreciación de la diversidad y respeto por los derechos humanos. La ventaja ahora es que tienen más difusión gracias al internet y las redes sociales, fiscales públicos de nuestro tiempo.

Pese al acoso y la ofensa que generan los prejuicios explícitos, vale reconocer que también sirven para crear espacios de debate y aprendizaje social, generándose, a veces, cambios positivos en las políticas públicas. Lo demuestran los movimientos por los derechos civiles, la igualdad de la mujer y de personas con distinta orientación sexual, que se afirmaron tras severas crisis de racismo y desigualdad. Es decir, una mayor inclusión social surge después de una crisis de exclusión.

Esa evolución positiva, aunque no siempre concluyente, se vivió esta semana en EEUU con dos episodios distintos. Starbucks decidió cerrar sus ocho mil locales para impartir un curso sobre tolerancia racial a sus empleados, mientras que la cadena ABC/Disney despidió a la comediante Roseanne Barr por un tuit en el que defenestraba a una ex asesora de origen iraní del ex presidente Barack Obama.

La cadena televisiva canceló la exitosa serie revival de Roseanne, tras calificar la actitud de su protagonista de “abominable, repugnante e incompatible”.  El tuit de Roseanne, además de denigrar el origen musulmán de la ex asesora, era un tiro de elevación a la ex pareja presidencial y, en su defecto, a todos los afroamericanos “Si los hermanos musulmanes y el planeta de los simios tuvieran un hijo: vj”.

Obama ha soportado descalificativos similares cuando fue Presidente, pero el de Roseanne cobra relevancia porque proviene de una figura pública que en la realidad y la ficción se profesa fanática de Donald Trump. Algunos analistas también observan que este episodio esconde otro prejuicio implícito, el que la cadena se haya desprendido de una figura que no comulga con lo políticamente correcto. Y en ese tema irresuelto del racismo, incrustado en el consciente y subconsciente colectivo, surgen críticas de que se mide con distinta vara a las personas según su aspecto más allá de delitos similares. Ejemplo: violador en serie, el comediante afroamericano Bill Cosby, con el acosador en serie, el productor caucásico Harvey Weinstein.

Los problemas se retuercen aún más, cuando las etiquetas son exteriorizadas por personas que por su función social y el mimetismo que pueden generar deberían tener mayor cuidado y responsabilidad. El presidente Trump es uno de los primeros que salta a la mente en este rubro. Sus tuits diarios son una fuente inagotable de expresiones prejuiciosas que generan reacciones. Puede llamar “animales” a los pandilleros juveniles, “violadores y asesinos” a los inmigrantes mexicanos, como “pozos de mierda” a países en vías de desarrollo.

Aunque en cuestiones de estereotipos el Presidente no aparenta que abrazará cambios manteniendo su impunidad de expresión irresponsable, son reconfortantes las experiencias como la de Starbucks. La media jornada de formación anti racial, aunque también haya tenido la intención de minimizar el daño económico, suma al aprendizaje colectivo sobre el racismo y la tolerancia. Transforma un prejuicio implícito o explícito en conductas y actitudes positivas. trottiart@gmail.com

El sesgo moral del lenguaje periodístico

Soy suscriptor y admirador del periodismo de El País de España y de lo que producen sus redacciones en los países americanos. En estos días ...