Anoche volvió a la televisión el comediante Jimmy
Kimmel de donde nunca tuvo que haber sido suspendido.
La tolerancia a la sátira es un indicador de la
salud democrática de un país. Siempre argumenté que la sátira política debe ser
considerado un género periodístico, porque su fuerza reside en que llega donde
las denuncias, las críticas, las investigaciones o los editoriales no siempre
alcanzan.
Desde el ateniense Aristófanes hasta los
caricaturistas contemporáneos, la sátira ha servido como una herramienta de
resistencia cívica, no solo para hacer reír, sino para incomodar, cuestionar y
provocar reflexión. Al deformar o exagerar la realidad, la expone; al exagerar
los defectos de los líderes, los desnuda; al ironizar sobre decisiones
públicas, obliga a la ciudadanía a mirar más allá de la retórica oficial.
Debido a esas características, los poderes
autoritarios suelen reaccionar en forma desproporcionada, como en el caso de Kimmel
y de Stephen Colbert tras las reacciones de Trump, o como el caso del
caricaturista ecuatoriano Bonil durante el gobierno de Correa, el de otros caricaturistas
en la dictadura de Chávez u otros durante las dictaduras del Cono Sur, cuando la
sátira era la única opción para burlar la censura.
También vale recordar que la sátira, aunque no
esté limitada por las reglas del periodismo tradicional, tampoco está exenta de
responsabilidad si sus efectos incitan a la violencia, al odio o la
discriminación, de allí que cause tanto entusiasmo o decepción según la óptica
desde donde se la mire. 
Durante la primera presidencia de Trump, se
debatió sobre los límites de la sátira y la libertad de expresión cuando la
comediante Kathy Griffin apareció en una imagen con la cabeza del entonces
presidente. Años antes, las imágenes de monos durante la presidencia de Barack
Obama encendieron un debate que se apagó enseguida por falta de reacción del
afectado. Pero el debate fue global cuando el semanario francés Charlie Hebdó
publicó una caricatura de Mahoma que las personas de origen musulmán
consideraron ofensiva y discriminatoria. Muchas veces lo que genera
controversia no es la sátira en sí misma, sino el momento, inoportuno en el que
Kimmel se expresó por el crimen de Charlie Kirk.
De todos modos, nada justifica la intolerancia, ni la violencia
terrorista contra los ilustradores de Charlie Hebdó, ni la persecución legal
contra Bonil, ni la amenaza de cerrar una televisora para silenciar a sus
comediantes.
La
sátira puede incomodar, pero esa es su esencia democrática. Lo intolerable es
que esa incomodidad se transforme en censura, persecución o violencia. En
democracia, el único límite legítimo a la sátira no lo marcan los gobernantes
ni los ofendidos, sino la justicia. Y la justicia no debe ser usada como
mordaza, sino como garantía de que la libertad de expresión conviva con la
responsabilidad. La censura disfrazada de autoridad moral o de poder político
no protege a la sociedad, sino que la degrada,
la empobrece y la asfixia.

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